lunes, 29 de abril de 2013

Mont Saint-Michel - Normandia, Francia

Finalmente ha llegado el día que tanto esperaba… hoy conoceremos el Mont Saint-Michel.

El despertador suena excesivamente temprano: a las 5:25 estamos recuperando la conciencia. No hay demasiadas alternativas ya que a las 7 de la mañana tenemos que estar en la agencia desde donde sale el tour.

Hacer un viaje de 4 horas y media en ómnibus para ir, y otras tantas para volver con Juli me genera bastantes dudas, pero “el que quiere celeste que le cueste” dice el dicho.

Nuestra guía se llama Camila y nos informa que en las 2 primeras horas podemos descansar tranquilos; luego haremos una pequeña parada para ir al baño, tomar y comer algo, y en las últimas 2 horas irá haciendo explicaciones.

Esta distribución no me gusta nada, veo a la legua lo que va a ocurrir: Juli va a dormir plácidamente el primer tramo, luego se va a despertar cuando bajemos en el Parador, y las explicaciones las trataremos de escuchar entre llantos.
Pero la idea es vivir el momento, así que mientras reina la paz, disfruto del paisaje que nos brinda la campiña francesa.

Mirando por la ventana tengo esa sensación de "esto ya lo viví" e inundan mi mente recuerdos de viajes solitarios por estas tierras: solía ir de ciudad en ciudad muchas veces sin más compañía que mi baguette de atún, mi portaraquetas y mi compact disc que reproducía incansablemente un CD de Falta y Resto.

Era lo único que lograba mitigar un poco la distancia y la extrañitis aguda: dos constantes por aquellos días.
En algún lugar de Normandía
Vuelvo a la ruta… así como en Uruguay tenemos el inconfundible cartel con una vaca dibujada (para advertir al conductor que en esa zona puede haber peligro de que cruce ganado) aquí en Europa tienen un ciervo… ¡qué glamour!

Sin habernos cruzado con algún Bambi, llegamos al Parador, y en media hora estamos nuevamente en camino.

Todos mis vaticinios se confirman: Juli está despierta y no tiene intenciones de dejar escuchar las explicaciones de la guía. Igual ocurre un fenómeno extraño: cuando Camila explica en español no hay problemas, pero cuando comienza a hablar en inglés, Juli rompe en llantos.

Tratamos de calmarla como podemos y eventualmente va pasando el tiempo hasta que estamos a 15 minutos de llegar. Apronto la cámara, no me quiero perder la foto del Monte apareciendo a lo lejos.

En paralelo observo que Juli está un poco rara… como si el continuo bamboleo del ómnibus y la pizza de la noche anterior no estuvieran haciendo buenas yuntas.

Y efectivamente es así: cual si fuera una escena de “El Exorcista” empieza a vomitar a diestra y siniestra. No voy a entrar en detalles pero lo que sé es que el chino del asiento del costado seguramente debe haber tenido que lavar la campera al volver del paseo.

El Monte y sus corderitos
Dejo la cámara a un lado, estamos en situación de emergencia. Entre medio de toallitas húmedas y papel higiénico veo el Monte.

Parece que hubiera sido un espejismo ya que los recovecos de la ruta lo ocultan y sólo unos minutos después vuelve a aparecer ante nuestros ojos.

Podemos ver los típicos corderitos de carita morada pastando totalmente indiferentes, como si se hubieran aburrido de ver a esta mole de piedra que se eleva sobre el horizonte.

Llegamos, hay que tomar el shuttle que nos conduce desde el continente hacia la isla. Antes cambiamos rápidamente de ropa a Juli: por suerte siempre llevo un set de repuesto.

El shuttle nos deja a unos 500 metros del Monte… a medida que avanzamos vamos quedando chiquititos.

Según los cálculos hace un par de horas que llegó la marea, así que tiene sentido ver la isla rodeada de agua.

En teoría más tarde cuando nos vayamos de aquí, la marea va a ir retrocediendo, dejando al descubierto peligrosos sectores de arenas movedizas.

La carretera siempre permanece por encima del nivel del agua, pero corta su curso, así que actualmente están construyendo un puente para no interferir con la Madre Naturaleza.
Mont Saint-Michel

Es fabuloso pensar en cómo habría sido este lugar hace 10 siglos cuando no había nada alrededor y este sitio de peregrinaje y oración quedaba aislado del continente.

Objetivo: ¡subir a la Abadía!
Vista desde la terraza
Empezamos el ascenso entre medio de tienditas de souvenirs, hasta pasar por el típico hotel de La Mère Poulard el cual se caracteriza por preparar el plato del Monte: una especie de tortilla media cruda.

Pero nuestro objetivo es subir hasta la Abadía, así que continuamos caminando.

Llegamos a un punto en donde hay muchos cochecitos de bebé estacionados, por lo que es una señal clara: a partir de aquí escaleras.

Dejamos el cuatriciclo en el parking improvisado y seguimos. Esto de dejar el cochecito abandonado ya lo habíamos experimentado en Disney, y la realidad es que nadie quiere robarse un bebemóvil, al menos en estas latitudes.

La abadía es impresionante y también lo es la vista que se obtiene desde su terraza. Pasamos varios minutos contemplando el paisaje… tratamos de sacar fotos que hagan justicia a lo que estamos viendo.

Cuesta procesar lo que estoy viviendo… realmente estoy en la cima del Mont Saint-Michel, aquel que desde chiquita veía en fotos de libros y me llenaba de asombro. Es uno de esos lugares mágicos del planeta.

En épocas anteriores era el hogar de monjes benedictinos, los cuales pasaban 8 horas del día rezando y cuando almorzaban lo hacían en completo silencio.

Es fácil imaginar la paz que se encontraba entre estos muros, en especial cuando se pasea por el claustro.

Parece que nos encontramos sumergidos en algún pasaje de “El nombre de la rosa” de Umberto Eco.

Juli, completamente recuperada del episodio del ómnibus, está de parabienes: quiere subir y bajar las escaleras una y otra vez.

Apuramos el paso ya que tenemos que estar 15:30 en el punto de encuentro y sólo faltan 20 minutos.

Mientras vamos bajando me percato que efectivamente hay menos agua rodeando el monte, por lo que se pueden ver aventureros (acompañados de guías expertos) avezarse por el medio de la bahía que horas atrás estaba totalmente cubierta de agua.

Esto hay que hacerlo con mucho cuidado ya que toda la zona tiene arenas movedizas: elemento que logra darle otro toque de misterio a este lugar.
Juli benedictina
Claustro

Cuando vamos llegando a la salida, compramos un sandwiche de pollo y un kebab que terminamos comiendo mientras se vuelve a reunir el grupo.

Es momento de irnos; valió la pena el sacrificio de trasladarnos hasta aquí. Tenía muchísimas expectativas de conocer este lugar, y realmente creo que fueron superadas por la realidad. Ahora sí, mi viaje terminó, no puedo pedir más.

Pero cuatro horas y media después, cuando pensaba que ya estaba pronta para arreglar las valijas, se presenta una oportunidad más: en una hora sale un bus para recorrer Paris iluminado. Y como si no pudiéramos despedirnos de esta hermosa ciudad, aceptamos.

Arbolito de Navidad
Ante nuestros ojos desfilan todos los monumentos, puentes, museos y plazas pero vestidos de gala, recordándonos porqué Paris es la ciudad luz.

Y como broche de oro, ella… nuestra compañera incondicional de toda la semana: la Torre Eiffel.

Ya la habíamos visto iluminada antes, pero nos sorprende con su último gran acto… en determinado momento comienzan a prenderse y a apagarse randómicamente cientos de lucecitas, dando la sensación de que estamos ante un arbolito de Navidad gigante.

Ya no podemos más, hace 18 horas que estamos despiertos. Nos vamos a la cama con solamente un pensamiento… “Siempre nos quedará Paris”.

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